martes, 31 de marzo de 2009

Facha el último


Hay un perverso acicate mutuo entre la sociedad, sus políticos y sus cronistas. Un desafío permanente para ver quién llega más lejos en la espiral del disparate. En esta España acomplejada y cobarde, el canon de lo correcto se ha convertido en perpetuo salto mortal, regado por la baba oportunista de la cochina clase que goza de coche oficial. En cuanto la sociedad establece o acepta un punto de vista, los medios informativos lo recogen y amplifican, consagrándolo aunque sea una perfecta gilipollez. Luego, ese enfoque es de nuevo recibido con entusiasmo por la sociedad, que intenta llevarlo más lejos, por el qué dirán. Maricón el último. O fascista, que se dice ahora para todo. Facha el último. La nueva pirueta es recogida por periódicos, televisión y tontos de guardia, y otra vez vuelve a desarrollarse el proceso. Así, de peldaño en peldaño, hasta el infinito. O hasta la náusea.
Un par de asuntos me recuerdan esto. Uno es la noticia de que niños de entre 11 y 15 años son sorprendidos en un descampado en ruinas jugando con armas simuladas, y que la policía las requisa; se parecen a las reales, disparan bolitas de plástico potencialmente peligrosas, y aunque su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino. Hasta ahí la cosa no tiene mayor importancia: chicos que juegan en lugar inadecuado, intervención policial. Punto. Cualquier fulano de mi generación, y de cualquier otra, ha jugado a la guerra en algún momento de su infancia. Yo lo hice, con los amigos, en el campo y en casa: pistolas, soldaditos de plomo y de plástico. Hasta un casco de soldado, tenía. Y un viejo fusil. Hace poco hablé aquí de películas de la Segunda Guerra Mundial, que no nos convirtieron en miembros de la Asociación del Rifle ni en psicópatas belicistas a Javier Marías, a Agustín Díaz Yanes ni a mí mismo. En aquellos tiempos, dabas lo que fuera por un arma como las de verdad. Quiero decir que se trata exactamente de eso: niños jugando a lo que –dejando aparte a espartanos, vikingos, jenízaros, juventudes hitlerianas y otros extremos justificables o injustificables– niños de todas las razas y colores han jugado desde que el hombre existe sobre la tierra. Impulsos naturales en un chico, aunque en los últimos tiempos una panda de cantamañanas se empeñe en que, para erradicar la violencia del mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor, con lo que tienen que jugar los niños varones es con Barbies y cocinitas. Que hace falta ser imbécil.
Pero el punto no es ése. Lo que me llamó la atención al leer la información, publicada a cinco columnas, no fue que los niños jugaran a la guerra ni que la policía requisara el armamento –normal, hasta ahí–, sino el enfoque del redactor. No era éste un columnista de opinión, sino un reportero de los que cuentan cosas y dejan la existencia de Dios para los editorialistas, como dijo Graham Greene o uno de ésos. Sin embargo, tomaba partido en tono de reprobación moral contra «ese supuesto juego, nada inocente», dejando entrever que jugar a la guerra situaba al grupo de niños a medio paso de un grupo paramilitar neonazi. Por lo menos.
Esa afición a etiquetar según el canon, a meter en el paquete información y doctrina a la moda, es propia de cierto periodismo de todos los tiempos. Lo que pasa es que ahora actúa a lo bestia, contaminando masivamente a una sociedad que, en principio, debería ser más lúcida y crítica que cuantas la precedieron. En España, en ese aspecto, la única diferencia es que hoy vivimos acogotados por lo socialmente correcto en vez de por obispos y malas bestias cuarteleras. Por los mismos fanáticos y oportunistas que antaño condenaban los escotes, el baile, los libros perversos y el relajo en las buenas costumbres, yendo siempre más allá de la moral oficial para no quedarse cortos, por si las moscas. Hoy son pacifistas ejemplares –hasta con el aliento de Al Qaida en el cogote– como ayer fueron partidarios de la Cruzada nacionalcatólica o de quien les regara la maceta. Los tontos, los lameculos y los canallas de siempre.
Sobre esa adaptación del asunto a los tiempos que corren hay otro ejemplo significativo, de hace poco. En una entrevista, y entre varias cosas de interés, un actor congoleño declaraba que el hecho de ser negro limita la clase de papeles que le ofrecen interpretar aquí. El comentario, hecho por el entrevistado con toda naturalidad y como algo obvio, era elevado por el titular del periódico a la categoría de denuncia social: «Sólo me ofrecen papeles de negro». Pues claro, pensé al leerlo. Papeles de taxista, médico, abogado, arquitecto, chapero, político, bombero, atracador, policía, rey Baltasar. De negro, o sea. Lo raro sería que le ofrecieran hacer de blanco. De Cid Campeador, por ejemplo. De capitán Alatriste o de coronel de las Waffen SS en el frente ruso. Aunque esto es España, concluí. No faltará, seguramente, quien pregunte por qué no pudo ser negro Hernán Cortés. Y todo se andará, al fin. Me temo.
Arturo Pérez-Reverte

sábado, 21 de marzo de 2009

Dinero


Jesucristo no condenó nunca el dinero, ni siquiera a los ricos. El dinero está presente en su vida (sus discípulos llevaban una bolsa con monedas para los gastos corrientes) y en su predicación (recordemos, por ejemplo, la parábola de los denarios). Trató con familiaridad a algunos ricos (así, por ejemplo, al fariseo Simón, que lo acoge en su casa y lo invita a comer); y algunos de sus amigos más queridos eran, inequívocamente, hombres adinerados: pensamos, por ejemplo, en Nicodemo, que «acudía a Jesús de noche»; pensemos en Lázaro, que tal como nos lo presenta el pasaje de la Unción de Betania tenía que ser necesariamente un hombre de posición desahogada; pensemos, en fin, en José de Arimatea, propietario del sepulcro donde Jesús fue enterrado. Tampoco despacha Jesús con maldiciones al joven rico que se le acerca; tan sólo le pide que emplee sus caudales en empresas que le aseguren un «tesoro en los cielos». Jesús no execra el dinero cuando contribuye a aliviar la pobreza o cuando sirve para agasajar y honrar a un amigo; execra el mal uso del dinero, y como sabe que la debilidad humana propende a este mal uso lanza esa admonición que erróneamente se ha interpretado como una condena sumaria de la riqueza: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de los Cielos».

Lo que Jesús condena es la adoración del dinero, su conversión en «ídolo de iniquidad», como lo denomina en la parábola del Administrador Infiel, que no se puede entender plenamente si no aceptamos que Jesús estaba dotado de un sentido del humor sarcástico y nada complaciente. Lo que se entiende diáfanamente es la enseñanza con la que Jesús concluye esta parábola: «No podéis servir a Dios y a las riquezas». ¿Y en qué consiste esta adoración de las riquezas? Consiste en sustituir la naturaleza real del dinero como instrumento de cambio (dinero que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza de tipo espectral, en la que el dinero deja de representar cosas reales para convertirse en una fantasmagoría, que los adoradores del ídolo de iniquidad denominan ‘capital financiero’. Leonardo Castellani, en una de sus sabrosas prédicas domingueras, explica el nacimiento de esta fantasmagoría, ficción o estafa, convertida en dogma de fe por el capitalismo (ya se sabe que las idolatrías son falsificaciones de la religión): «El Banco de Inglaterra se fundó en esta forma: el rey Guillermo III necesitaba 1.200.000 esterlinas, y se las prestó un prestamista judío de Fráncfort llamado Rothschild, o sea, `escudo rojo´; con esta condición: el rey recibía esa cantidad en oro, y la debía a Rothschild; y Rothschild recibía autorización para emitir un millón y pico de billetes y prestarlos; eso se llamó ‘el activo’ del Banco. De modo que, ustedes ven, el dinero se ha multiplicado por dos: el rey tiene un millón y lo gasta; el Banco tiene otro millón y lo presta; y el rey sigue debiendo un millón de libras. Como el dinero representa bienes (y si no, ningún valor tiene) y se ha multiplicado por dos, y los bienes no se han multiplicado por dos, los bienes cuestan ahora el doble; y ese aumento, que va a parar a los cofres de Rothschild, lo paga el consumidor».

Sobre este enjuague tan graciosamente expuesto se funda la conversión del dinero en «ídolo de iniquidad». Y sobre esa idolatría fantasmagórica ha estado el mundo funcionando durante siglos, entregado a un culto plutoniano que ahora se desmorona. Los bancos, que tenían en depósito una cantidad de dinero real, han prestado dinero espectral (es decir, dinero que no existe, que los banqueros y los politiquillos que los sostienen llaman eufemísticamente ‘crédito’) por cantidades que lo multiplican por dos, y por cuatro, y por ocho, en la convicción de que la fantasmagoría no se iba a desmoronar, porque la pobre gente engañada por la idolatría tiene la experiencia de que, cuando va a recoger su dinero del banco, el banco se lo devuelve. Lo cual, naturalmente, no ocurriría si los depositantes acudieran en masa, acuciados por el pánico, a recoger su dinero; y, para que el pánico no se desate, los politiquillos respaldan a los bancos en la fantasmagoría, pero cargando ese respaldo en la deuda estatal, o sea, en las espaldas de los contribuyentes, convertidos en paganos en la doble acepción de la palabra: porque ponen la guita y porque creen en una idolatría inicua.

Hemos entregado nuestro dinero a una fantasmagoría y contribuimos a su sostenimiento con nuestros impuestos. Y esto es sólo el castigo que sufriremos en nuestra andadura terrenal; el otro castigo que nos aguarda es el que se reserva a los adoradores de Plutón.
Juan Manuel de Prada

Películas de Guerra


Cenaba la otra noche con Javier Marías y Agustín Díaz Yanes. Cada vez que nos juntamos –somos de la misma generación: Hazañas Bélicas, Capitán Tueno y el Jabato, cine con bolsa de pipas– acabamos hablando de libros y de las películas que más nos gustan: las del Oeste y las de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo aquéllas de los años cincuenta, a ser posible con comando inglés dentro. A Tano, sobre todo, le metes unos comandos ingleses en una película en blanco y negro y se le saltan las lágrimas de felicidad. Y si encima intentan matar a Rommel cerca de Tobruk, levita. El caso es que estuvimos comentando la última que hemos rescatado en deuvedé, que es El infierno de los héroes –José Ferrer al mando de una incursión de kayaks en la costa francesa–, e hicimos los votos acostumbrados para que a alguna distribuidora se le ocurra sacar dos títulos que llevamos casi cincuenta años esperando ver de nuevo: Yo fui el doble de Montgomery y Fugitivos del desierto: aquélla de John Mills, con Anthonty Quayle de espía alemán. Por mi parte, y ya que mis favoritas son las de guerra en el mar –los tres coincidimos en que Hundid el Bismarck y Duelo en el Atlántico son joyas del género, sin despreciar, claro, Náufragos y Sangre, sudor y lágrimas–, la película que me hará caer de rodillas dando gracias a Dios el día que me la tope es Bajo diez banderas, de la que sólo tengo una vieja copia en cinta de vídeo: la historia del corsario alemán Atlantis, con un inolvidable Van Heflin interpretando el papel del comandante Rogge, y Charles Laughton en el papel, sublime, de almirante inglés. Cine de verdad, en una palabra. Del que veías con diez o doce años y te marcaba para toda la vida.

Comentamos, al hilo de esto, que tanto al rey de Redonda como al arriba firmante nos llegan a menudo cartas de lectores solicitando listas de películas. Yo no suelo meterme en tales jardines, pues una cosa es hablar de lo que te gusta, sin dar muchas explicaciones, y otra establecer listas más o menos canónicas que siempre, en última instancia, resultan subjetivas y pueden decepcionar al respetable. Hay una película, por ejemplo, que Javier, Tano y yo consideramos obra maestra indiscutible: Vida y muerte del coronel Blimp, dirigida por nuestros admirados Powell y Pressburger –los de La batalla del río de la Plata, por cierto, sobre el Graf Spee–; pero no estoy seguro de que algunos jóvenes espectadores la aprecien del modo incondicional en que la apreciamos nosotros. Son otros tiempos, y otros cines. Otros públicos.

De cualquier modo, Javier y yo nos comprometimos durante la cena a publicar algún artículo hablando de esas películas, cada uno en el suplemento dominical donde le da a la tecla. Como escribimos con dos o tres semanas de antelación, no sé si el suyo habrá salido ya. Tampoco sé si habrá muchas coincidencias, aunque imagino que las suficientes. En lo tocante a películas sobre la Segunda Guerra Mundial, yo añadiría Roma, cittá aperta, Mi mejor enemigo –tiernísima, con David Niven y Alberto Sordi–, Los cañones de Navarone, El día más largo, El puente sobre el río Kwai y algunas más. Entre ellas, Las ratas del desierto, Arenas sangrientas –John Wayne como sargento de marines–, 5 tumbas al Cairo, Comando en el mar de la China, Torpedo, El tren –con Burt Lancaster, obra maestra– o la excelente Un taxi para Tobruk, con Lino Ventura y Hardy Kruger, clásico entrañable de la guerra en el Norte de África. Sin olvidar la rusa La infancia de Iván, la italiana Le quattro giornatte di Napoli y la también italiana –ésta de hace muy poco, y buenísima– Il partigiano Johnny. Pues, aunque las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial se rodaron entre los años 40 y 60, es justo mencionar algunos importantes títulos posteriores. Como la primera mitad de Doce del patíbulo, por ejemplo. O Un puente lejano. O El submarino, de Wolfgang Petersen. Sin olvidar, claro, Salvad al soldado Ryan, ni la extraordinaria serie de televisión Hermanos de sangre.

No puedo rematar un artículo sobre películas de la Segunda Guerra Mundial sin citar, aun dejándome muchas en el cartucho de tinta de la impresora, dos que están entre mis favoritas. Una es No eran imprescindibles –Robert Montgomery, John Wayne y Patricia Neal–, donde John Ford cuenta la conmovedora historia de una flotilla de lanchas torpederas en las Filipinas invadidas por los japoneses. La otra es El hombre que nunca existió, episodio real de espionaje –Clifton Webb es el protagonista, con Stephen Boyd, el Mesala de Ben Hur, haciendo de agente alemán– sobre cómo el cadáver de un hombre desconocido se convirtió en héroe de guerra y ganó una batalla. En mi opinión, quien consiga añadir esos dos títulos a la mayor parte de los citados arriba, puede darse por satisfecho. Dispone de una filmografía bastante completa sobre la Segunda Guerra Mundial. Un botín precioso y envidiable. Otro día, si les apetece, hablaremos de cine del Oeste.

Arturo Pérez-Reverte

Pacotillas


Elmyr de Hory, el célebre falsificador de obras de arte a quien Orson Welles rendiría homenaje en su película Fake, cuenta en sus memorias cómo decidió abandonar su incipiente carrera de artista. Un día cualquiera, una ricachona esnob visitó su buhardilla miserable en Montparnasse, con la intención de comprarle algún cuadro. Mientras Hory se esmeraba por embaucarla, la ricachona se fijó en un dibujo que el húngaro había pintarrajeado con evidente torpeza, y que había utilizado para reemplazar uno de los vidrios rotos del ventanuco de su buhardilla. La ricachona contempló con ojos golosos el dibujo avejentado por el frío húmedo de París y claveteado con chinchetas y exclamó: «¡Pero si se trata de un Picasso!». Hory reaccionó con una suerte de desganada resignación: «Así es –mintió–. No le había encontrado mejor destino…». La ricachona, despreciando los demás dibujos y óleos de Hory, se apresuró a ofrecer una suma suculenta por el pintarrajo. Desde entonces, Hory se dedicó a pintar pacotillas, falsificando a destajo a los pintores más cotizados de su tiempo.

Soy de los que piensan que nuestra época ha entronizado una forma de arte que, salvo contadas excepciones, se regodea en la pacotilla. El arte ha dejado de regirse por leyes establecidas por la tradición para instaurar sucesivas formas de originalidad caprichosa, regidas por leyes que el propio artista determina arbitrariamente y que, en su engreimiento, terminan siendo en realidad una fatua ausencia de leyes. Y, allá donde no hay leyes, es natural que triunfe el desorden; que, como todo el mundo sabe, es lo más sencillo de reproducir. Y así el arte se ha ido convirtiendo poco a poco en un enjambre de sucesivas falsificaciones, en las que el falsario ya no se conforma con imitar al artista, sino que simplemente se presenta como artista verdadero él mismo. Allá donde no hay leyes triunfan los facinerosos; y allá donde cualquier aspaviento se puede presentar como originalidad triunfan los aspaventeros. Un falsario como Hory al menos tenía la humildad de someter su talento a unas reglas técnicas que le imponía la imitación del artista elegido; hoy el falsario puede permitirse el lujo de ser irreprochablemente original, puede permitirse la soberbia de colar sus pacotillas como alardes creativos, sin temor a ser desenmascarado.

El timo, en arte, ha devenido una variante risueña de la rutina. La impostura, la mistificación, el endiosamiento de la mamarrachada se han convertido en moneda de curso corriente. La inepcia –o la bellaquería– de cierta crítica artística que se ampara en una jerga superferolítica para dar lustre a las tomaduras de pelo ya no constituye una novedad; tampoco que el público se trague la bola y desfile mansamente ante patochadas que los sacerdotisos del arte maquillan con su jerga indescifrable. Una de las grandes manipulaciones colectivas de nuestra época ha consistido en inculcar a las multitudes la creencia de que cualquier persona impermeable a estas pacotillas esconde dentro de sí a un filisteo, cuando no a un reaccionario. Como la acusación de reaccionarismo excede en gravedad a las acusaciones de xenofobia o misoginia o pederastia, la gente pasea la mirada ante las pacotillas que se les ofrecen como arte fingiendo arrobo. Como en aquella fábula en que el rey se paseaba con un vestido supuestamente invisible para los necios, nadie se atreve a denunciar la engañifa, y cuando aparece un niño –quiero decir, una persona desprejuiciada– que se burla de la desnudez del monarca –quiero decir, del papanatismo ambiental– se lo condena al ostracismo, con el estigma infamante de reaccionario.

César González-Ruano cuenta en sus memorias una anécdota desternillante que en cierto modo anticipa esta conversión del arte en pacotilla. Se le había ocurrido montar con un amigo una exposición de falsos De Chirico en París, con cuya venta esperaban recaudar una suma fastuosa. El día de la inauguración supieron que el propio De Chirico acababa de llegar a la ciudad; aturdidos por la noticia, se dispusieron a clausurar la exposición, antes de que el pintor los acusara de falsarios. Pero entonces a González-Ruano, en un alarde de desfachatez cínica, se le ocurrió visitar a De Chirico en su hotel y solicitarle que les hiciera el favor de pasarse por la exposición, para confirmar la autoría de los cuadros. De Chirico accedió; y, tras un examen exhaustivo de las pacotillas expuestas, sólo desautorizó tres o cuatro. Ni él mismo supo distinguir el grano de la paja. ¿Pero qué es grano y qué es paja, entre tanta pacotilla?
Juan Manuel de Prada

Ateos sobre ruedas


Hablando el otro día con mi hermana Mercedes de lo divino y de lo humano (en el menos metafórico sentido de la expresión, en este caso) me señaló algo en lo que yo no había caído. Comentábamos la polémica levantada por la aparición de los llamados ‘autobuses ateos’ y ella decía que lo que más la sorprendía no era su conveniencia o inconveniencia, sino el infantilismo del eslogan. De la frase «Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida», lo que le chirriaba no era ese «Dios no existe», a pesar de que, comprensiblemente, pueda herir sensibilidades. Lo que le llamaba la atención era el resto de la frase, como si Dios fuera un severo profesor o un padre castrante que estuviera allá arriba para aguarnos la fiesta. Porque, vamos a ver, ¿qué quiere apuntar esta gente con lo de «deja de preocuparte y disfruta de la vida»? ¿Acaso quiere decir que como no hay nadie que nos vigile podemos ir por ahí haciendo todo lo que prohíbe la ley de Dios? Muy desinformados deben de andar los promotores de esta iniciativa para ignorar que lo que dicen los Mandamientos es lo mismo que cualquier tratado ético: honrarás a padre y madre, no mentirás, no robarás, no matarás. Tal vez con ese «disfruta de la vida» se refieran estos señores al tan traído y llevado sexto mandamiento, pero hay que estar también muy desinformado para ignorar que el cumplimiento de dicho precepto anda desde hace décadas un poco... laxo, digamos, incluso por parte de los creyentes. Tal vez la desinformación de los promotores de esta iniciativa los lleve a desconocer que lo que defiende la moral de los que creemos es, en esencia, lo mismito que la ética laica, es decir, unas normas de conducta que regulen el comportamiento y las relaciones humanas. Por eso tiene toda la razón mi hermana al calificar esta iniciativa de infantil. Sólo alguien con una mentalidad muy elemental (o muy perversa) puede decir que como Dios no existe ancha es Castilla y vamos todos a hacer lo que nos dé la gana. Como creyente que soy, siempre me ha sorprendido observar cuál es el peligro de renunciar a las creencias. A mi modo de ver, no se trata de prescindir de Dios, allá cada uno, y no saben lo que se pierden. El peligro reside en no sustituir el código de conducta que acompaña a la religión por otro código laico. Dicho de otro modo, sustituir la moral por la ética, que prácticamente representan lo mismo. Como ya les he contado en alguna ocasión, yo provengo de un país tan poco religioso que la Navidad no se llama Navidad, mientras que la Semana Santa responde al eufemístico nombre de ‘semana de turismo’. En mi colegio no se daba clase de religión y, por supuesto, tampoco había crucifijos. Tal vez por eso, nosotros, desde niños, sabíamos que había algunas cosas que no se podían hacer. Y no porque allá arriba entre los nubarrones negros hubiera un señor de larga barba que amenazaba con mandarnos al fuego eterno si no obedecíamos o si pegábamos a nuestro compañero de pupitre, sino, simplemente, porque no. O, porque, como dijo Kant –que no era cura precisamente–, no hay que hacer a otros lo que no nos gusta que nos hagan a nosotros, punto pelota. Y eso no tiene nada que ver con el vicio de las luengas barbas ni con el infierno.

Esos señores, que se han gastado una pasta para exhibir en los autobuses de nuestras ciudades su bonito eslogan, reclaman para ellos el mismo respeto que los creyentes a la hora de anunciar sus creencias, y a mí no me parece mal. Sin embargo, lo que hubiera deseado es que fueran un poquito menos antiguos, menos falsamente progres. Que, en vez de decir «Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta de la vida», señalaran algo un poco más inteligente y ético como «Da igual que Dios exista o no, tú tienes la misma responsabilidad para con otros y eso no está reñido con disfrutar de la vida». Esto sí lo encuentro respetable. Lo otro, perdonen que les diga, me parece una provocación tan infantil como bobalicona, nada más.
Carmen Posadas

Ayuntamientos con millones


Ocho mil millones de euros es mucha pasta. Son, para entendernos, poco menos de billón y medio de pesetas, cantidad de dinero que hasta usted y yo, con fama de manirrotos, tendríamos dificultad de gastarnos en un solo día. Ésa es la cantidad que el Gobierno de España va a transferir a los ayuntamientos para que emprendan obras en las que empleen a parados y animen las economías locales. Menos es nada, está claro, pero de lo que se trata no es de debatir aquí y ahora sobre la idoneidad de la medida: hay quienes dicen que algo es algo y quienes creen que sólo servirá para entretener parados durante unos meses. Lo que sugiero es que piense usted en qué le gustaría que su ayuntamiento se gastase la plata y, sobre todo, qué le gustaría que derribase de su municipio ahora que las máquinas están calentando motores en los hangares.

No hay nada peor que un munícipe con mal gusto. Y nada peor aún si el munícipe dispone de un dinero que gastar con urgencia. El número de rotondas absurdas que van a brotar en los paisajes urbanos españoles, por ejemplo, puede duplicar el existente en pocos meses. Todas con su correspondiente valla propagandística en la que se lea lo bueno y generoso que es el Gobierno de España. Los adefesios ornamentales que de forma inexplicable han plantado en el centro de plazas y avenidas van a verse completados por otros en los que se tratará de descubrir qué ha querido representar el mamarracho de turno: son obras artísticas que configuran ese conjunto de chatarra que prolifera por media España y cuyo nombre oficioso suele ser «Quiyo, mandemos los que sea que nos ha cogido el toro». La ya tradicional ‘plaza del Coño’ –«¿y esto, qué coño es?»– que acostumbra a haber en cada comarca puede, sin temor a exagerar, multiplicarse por dos. Al no ser dinero que, formalmente, puedan dedicar los consistorios a solventar sus aparatosas deudas, sino que resultan ‘finalistas’ y que, por lo tanto, deberán ser destinados a algo concreto, visado y certificado, habrá ayuntamientos que discurran con cierta urgencia a qué dedicar el chorro de millones que les cae. Es indudable que algunos tendrán proyectos pendientes, puede que incluso de interés general, pero otros muchos habrán diseñado con innegable prisa alguna ocurrencia con tal de que la pasta no pase por la puerta como Mister Marshall por Villar del Río. Deparará ejemplos muy curiosos el seguimiento posterior que se haga de alguna de estas obras una vez hayan finalizado y estén a disposición del censo.

Así serán recordadas durante décadas: he aquí la pista de esquí artificial que se hizo en su día merced a la generosidad del gobierno de ZP y que, si bien no es muy utilizada por la ciudadanía por tener a dos kilómetros una estación de esquí auténtico, realza la belleza y el perfil moderno y comprometido de nuestra población. Vean a su derecha, señoras y señores, las pistas de petanca que casi nadie utiliza porque se construyeron con una cierta pendiente y no hay quien acierte con la fuerza, y a la izquierda la pista de patinaje para jubilados que fue construida con el complemento del ambulatorio de urgencias anexo, aquí se rompen la cadera y allí se los atiende. No dejen de observar los jardines de flora exótica en los que se ha combinado con habilidad inusitada el brote de jaramagos con los cientos de bloques de hormigón armado que le dan al conjunto un valor urbano posindustrial fuera de toda duda. No hay dios que pasee por ahí, pero el mérito rompedor de su perfil está fuera de toda duda.

Yo me conformaría con que el dinero fuese utilizado tan sólo para derribar estructuras existentes. Aunque no hagan ninguna a cambio. A buen seguro que muchos pueblos pequeños encalarán sus fachadas, adecentarán su aspecto, plantarán naranjos o plataneros, pero no tengo duda alguna de que en muchos de ellos brotarán los adefesios innecesarios. Por ello suplico que derriben en lugar de construir. Doy dos ideas: la primera, que destruyan hasta no dejar rastro las ‘Setas’ de la plaza de la Encarnación de Sevilla –el proyecto más malaje posible jamás visto– y la segunda, que arrasen directamente la remodelación espantosa de la plaza Lesseps de Barcelona, combinación estúpida de cemento, residuos, hierros viejos y desperdicios supuestamente geniales de otro cuentista. Sólo con eso ya doy por buenos los ocho mil millones, fíjense.
Carlos Herrera

Librería del Exilio


Ya tengo la solución, me temo. Y me lo temo porque sospecho que no hay otra. Se nos ocurrió el otro día a Antonio Méndez y a mí –igual llevábamos dos copas encima, que todo puede ser– cuando charlábamos en su librería de la calle Mayor de Madrid, ese pequeño reducto que resiste al invasor a modo de alcaldía de Móstoles, pueblecito de Astérix, Numancia de libros y decencia: algo insólito en los tiempos que corren. Antonio y yo acabábamos de leer en los periódicos la última gilipollez infraculta –ahora no recuerdo cuál era, porque es imposible recordarlas todas– en boca de un ministro, o ministra, o alguien así. Ministra, creo.

El caso es que, como cada vez que abrimos un periódico o ponemos la radio o la tele, los dos estábamos calientes. Estos cantamañanas indocumentados, concluía yo, nos van a endiñar otra vez a la derecha. Por pringados, frívolos, torpes y torpas. Y así vamos, colega. De oca a oca y tiro porque me toca. De Guatemala a Guatepeor. Fue entonces cuando le conté a Antonio la anécdota de mi abuelo, que era un señor con biblioteca y cosas así. Un caballero de cuando los había, con maneras, que usaba sombrero para poder quitárselo delante de las señoras y de los curas, aunque era republicano y a estos últimos los despreciaba; porque una cosa no impide la otra, y a fin de cuentas, tras acompañar a mi abuela cada domingo y fiesta de guardar hasta la puerta de la iglesia, se quedaba allí a fumarse un truja hasta que su legítima salía tras el ite, misa est. Cuando entraba en su biblioteca y me veía inclinado sobre los grabados de uno de los muchos libros de historia, geografía o literatura que tenía allí –mi favorito entonces era La leyenda del Cid, de Zorrilla–, mi abuelo solía decir: «Aprende francés, Arturín, que es muy triste irse al exilio sin conocer el idioma. Acuérdate del pobre Goya». Tenía la teoría, nunca desmentida por los hechos, de que, voluntariamente o a la fuerza –para buscarse la vida o para salvar el pellejo–, una de cada dos o tres generaciones de españoles termina siempre haciendo las maletas. Y para él, europeo formado en lo clásico, Francia era el país decente que pillaba más cerca.

El caso, terminé de contarle a mi amigo el librero, es que hice caso a mi abuelo: hablo un francés de puta madre. Y te juro por mis muertos, insistí, que a mí no me trincan vivo estos analfabetos cuando sea ancianete y esté indefenso. Quiero envejecer sereno, y no blasfemando en arameo cada vez que enchufe la tele; ni maltratado de palabra, obra u omisión por semejante gentuza. Y creo que la cosa tiene mal arreglo. A fin de cuentas, un político no es sino reflejo de la sociedad que lo alumbra y tolera. En democracia, cada colectividad tiene lo que se busca y merece. Y sin democracia, también. Así que a ver si a ti y a mí nos toca la bonoloto y ahorramos para un ático al otro lado de la muga. París no está nada mal, fíjate. Me refiero al París del centro, claro. Nos ha jodido. Allí todavía quedan, por lo menos para veinte o treinta años más, cafés venerables y cómodos, librerías en cada esquina, y la gente se habla de usted, dice por favor, pase primero silvuplé, y cosas por el estilo. Así que no es mala solución. Como Quevedo, ya sabes, pero desayunando croissants en la Torre de Juan Abad. Con pocos pero doctos libros juntos, etcétera. Y esto de aquí, que lo disfrute quien lo soporte. ¿Imaginas? ¿Meses y años sin oír hablar de estatutos ni derechos históricos, ni de La Coruña con ele o sin ele, ni de diputados y diputadas electos y electas?

Fue entonces cuando a Antonio se le ocurrió la idea. Una librería, dijo. A medias. Podríamos llamarla Librería del Exilio, puesta en una buena calle de allí. La rue Bonaparte, por ejemplo, que a ti te gusta el nombre y sale en el Club Dumas. La cosa era tan tentadora, que en cinco minutos hicimos el plan: una librería con café enfrente, para cruzar la calle y desayunar mirando el escaparate. Y dentro, en las estanterías, autores españoles, para que el personal harto de tanto cuento y tanta murga pueda refugiarse en ellos y sobrevivir: Séneca, Jorge Manrique, Cervantes, Quevedo, Clarín, Ortega, Unamuno, Valle-Inclán, Miguel Hernández, Baroja. Nombres que hoy apenas encuentras en las librerías. Con muchas fotos colgadas en las paredes, de quienes en su día tomaron las de Villadiego: Goya, Moratín, Sender, Machado… Iban a faltar paredes. Podríamos, además, conmemorar innumerables centenarios. En España, cada día es aniversario de una barbaridad, o de una estupidez.
Arturo Pérez-Reverte

Animales y derechos


Desde hace algún tiempo, se ha impuesto la fórmula ‘derechos de los animales’, con la que se trata de convertir a seres irracionales en sujetos de protección jurídica. Siempre me ha interesado mucho el debate en torno a este asunto, porque creo que es muy expresivo del ‘eclipse de la conciencia’ que caracteriza al hombre contemporáneo. Habría que empezar señalando que la propia expresión ‘derechos de los animales’ incorpora una malversación del concepto jurídico de ‘derecho’, que exige una ‘obligación’ correlativa. Y los animales, a diferencia de los hombres, no pueden obligarse. Aquí podría oponerse que tampoco los niños, y mucho menos un nasciturus, pueden asumir obligaciones; pero en ellos reconocemos una potencialidad, sabemos que en un futuro más o menos próximo podrán hacerlo, y mientras no pueden los cubrimos bajo el manto de nuestra protección, reconociendo en ellos a unos semejantes desvalidos, miembros de una fraternidad universal. Digamos que la capacidad para obligarse de un niño está ínsita en su condición humana, se ha empezado a gestar para realizarse plenamente en un estadio futuro. En cambio, sabemos que un orangután o un guacamayo jamás podrán obligarse; sabemos que en su senectud serán tan incapaces como lo son en la tierna infancia; y sabemos, en fin, que no son nuestros semejantes. ¿Cómo puede erigirse en sujeto de derechos un ser que nunca podrá ser sujeto de obligaciones? Cuando proclamamos que al hombre lo asiste un inalienable derecho a la vida estamos proclamando también que lo obliga el deber de respetar la vida de los demás hombres; cuando defendemos el derecho a la propiedad estamos condenando el hurto, y así sucesivamente. Ciñéndonos al asunto que nos ocupa, podríamos decir que el hombre es titular de un ‘derecho a un dominio justo’ sobre la naturaleza, puesto que es la única criatura que puede aprovechar racionalmente sus recursos; pero, al mismo tiempo, al hombre lo obliga un deber de respeto sobre esa naturaleza que domina, y cualquier intento de esquilmarla deberá considerarse un abuso. Durante muchos siglos –y aun hoy en día, o sobre todo hoy en día– estos abusos no han sido castigados, porque tal ‘dominio justo’ ha degenerado en rapacidad y mercadería; y, puesto que los hombres no cumplimos con nuestras obligaciones, ¡se trata de ‘reforzar’ nuestra obligación convirtiendo a los animales en titulares de derechos!
Pero los derechos jurídicos presuponen la condición humana; el Derecho mismo es el producto de un pacto entre hombres, conscientes de su condición humana. Extenderlo a los animales es un grosero dislate jurídico. Otra cosa muy distinta es que a los hombres nos obligue un deber de protección de otras formas de vida no humanas; deber que es la consecuencia natural del ‘dominio justo’ que el hombre está obligado a ejercer sobre la naturaleza. Siempre he sospechado que en esta vindicación de los llamados ‘derechos de los animales’ subyace ese ‘eclipse de la conciencia’ que C. S. Lewis designó ‘abolición del hombre’. No deja de resultar curioso que los ‘derechos de los animales’ se traten de imponer en una época en que la vida humana ha dejado de ser inviolable; en una época que ya no considera dignos de protección a todos los hombres, ni en todas las etapas de la vida. Quizá ambas aberraciones jurídicas se nutran en el mismo manantial (o albañal, por expresarnos más atinadamente): a fin de cuentas, equiparar a un hombre con un orangután o un guacamayo es otra manera sibilina de ‘abolirlo’, de negar su humanidad, de borrar los rasgos distintivos que lo erigen en una criatura única, misteriosamente singular, entre todas las criaturas de la Creación.
Y es que, para contemplar al hombre en su unicidad, hace falta despojarse primero de los densos nubarrones del sofisma. Cuando el hombre deja de ser la medida de todas las cosas, cuando se le considera tan sólo el resultado final y aleatorio de una evolución natural, entonces triunfan los sofismas. El hombre se diferencia de los animales en especie, no en grado; entre hombres y animales existe una desproporción insalvable. Esa desproporción es la que permite al hombre mirar los animales que pueblan la tierra y descubrir que son ‘buenos’, esforzándose en consecuencia por protegerlos. Que haya hombres aviesos incapaces de reconocer la ‘bondad’ de los animales no se arregla endiosando a los animales. En cambio, endiosar a los animales es como ‘desdiosar’ al hombre; esto es, como abolirlo.
Juan Manuel de Prada

sábado, 14 de marzo de 2009

Piratas chungos


Estoy seguro de que el otro día los huesos de Barbanegra y el Olonés se revolvieron en sus tumbas, y la cofradía de fantasmas de los Hermanos de la Costa sin Dios ni amo, gimió indignada desde la penumbra verde de su cementerio marino, entre votos a Belcebú y al Chápiro Verde. Porque era un atardecer tranquilo y mediterráneo, con el cielo rojo, la mar rizada y el levante campanilleando suave con las drizas contra el mástil de los veleros amarrados en el puerto. Era exactamente eso, y yo estaba a la puerta de un bar, mirando ese mar que fue camino de naves negras, de legiones romanas y de héroes zarandeados por los mezquinos dioses. Era uno de esos momentos en que la vida lo reconcilia a uno con la vida, y en que todo lo que leíste y viviste y soñaste encuentra su lugar en el mundo, encajando en él de modo asombroso.

Estaba así, digo, cuando al otro lado del pantalán empezó a oírse una música atronadora e infame, —pumba, pumba, hacía la música—, y vi que acababa de abarloarse al muelle una zodiac con seis o siete individuos que en ese momento saltaban a tierra. La zodiac remolcaba una de esas repugnantes motos de agua que tan famosas ha hecho el intrépido cuñadísimo Marichalar Junior, llevaba una antena alta, y en ella ondeaba una bandera pirata con su calavera y sus dos tibias. Pero no fue el insólito pabellón, prohibido a bordo de embarcaciones en cualquier puerto del mundo, el que más me llamó la atención, sino el aspecto de los recién llegados y su parafernalia general. La música y la bandera se completaban con una colección selecta de tipos veraniegos de los que a mí me hacen tilín: cuarentones, bañadores floridos multiuso, camisetas ad hoc sobre orondas tripas cerveciles, chanclas, riñoneras, gafas de sol de diseño anatómico forense, aretes en las orejas y pañuelos piratescos en las cabezas, tipo Espartaco Santoni que en paz descanse. Y yo me dije: anda, tú. Qué feroces y qué miedo. De dónde habrá salido esta banda de gilipollas.

Luego, viéndolos sentarse a mi lado en el bar, pensé hay que ver. Qué dirían ahora el capitán Blood o Pedro Garfio o el Corsario Negro o El Cachorro, o, ya metidos en veras, el capitán Kidd, Edward Thatch, el pelirrojo Morgan, Natty el limpio, las mujeres filibusteras Anne Bonny y Mary Read, el tímido Rackam, o incluso el fraile Caracciolo y el capitán Misson, los piratas buenos del Índico, de este deplorable espectáculo. Sea usted hace tres o cuatro siglos un cabrón como Dios manda, asalte
galeones españoles, saquee Maracaibo, cuelgue a capitanes enemigos del palo mayor, pase a los prisioneros por la tabla o por la quilla, viole a la sobrina del gobernador de Jamaica, abandone a tripulantes amotinados en una isla desierta, vuele su barco desarbolado para no caer en manos de los jueces del rey, o termine sus días como digno pirata, ahorcado, y ponga tan amena y edificante biografía bajo la bandera negra de los bucaneros, para que esa misma enseña, cuya vista antes helaba la sangre, termine en número de circo, enarbolada por media docena de Cantinflas de playa.

Qué tiempos éstos, me dije, en que cualquier cagamandurrias puede tirárselas de pirata. No hay derecho a que también metan mano en eso, y ya no se reverencia ni lo más sagrado. A que la bandera más respetable de la Historia, elegida voluntariamente por lo mejor de cada casa, por los salteadores y asesinos y golfos y canallas que en nombre de la libertad, de la codicia o de la aventura se pasaban por la bisectriz todas las otras banderas inventadas por reyes y por curas y por banqueros, termine en la zodiac de unos tiñalpas espantando a las gaviotas con música discotequera. No hay derecho a que los sueños de niños que todavía miran el mar buscando su memoria en viejos libros escritos por Exmerlin y por Defoe, con espeluznantes grabados de abordajes, ejecuciones, saqueos y orgías, sean profanados de éste modo por una panda de retrasados mentales. Y entonces lamenté de veras, voto a tal, que el velero amarrado algo más allá no fuese un bergantín de antaño con la tripulación adecuada y el nombre escrito en la patente de corso auténtica y en blanco que una vez me regaló un amigo. Porque entonces, me dije, esa misma noche mandaría a tierra al contramaestre con un trozo de leva de los gavieros más duros, a fin de que cuando esos capullos de la banderita estuviesen bien mamados en un bar, los reclutasen a hostia limpia como en los viejos tiempos. Y luego despertaran a bordo en mitad del océano, comiéndose por el morro una campaña de quince meses en las Antillas, tirando de las brazas bajo el rebenque, subiendo a las vergas para tomar rizos con vientos de cincuenta nudos, antes de obligarlos a cavar sus propias fosas junto al cofre del tesoro, con el loro Capitán Flint gritándoles guasón en la oreja: «¡Piezas de a ocho!... ¡Piezas de a ocho!».

Arturo Pérez-Reverte

A galopar


Las tierras, las tierras, las tierras de España,
las grandes, las solas, desiertas llanuras.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
al sol y a la luna.

¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!
A corazón suenan, resuenan, resuenan,
las tierras de España, en las herraduras.

Galopa, jinete del pueblo
caballo de espuma
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!

Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
que es nadie la muerte si va en tu notura.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo
que la tierra es tuya.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar! "
Rafael Alberti

viernes, 13 de marzo de 2009

Barbi Diamante


La Barbie más caro del mundo es la Barbie Diamante, co-diseñada por Mattel y De Beers para celebrar (en 1999) el 40 aniversario del nacimiento de la famosa muñeca. Su traje incluye 160 diamantes, así como varias piezas de joyería en oro blanco de 18 kilates. Su precio de venta: 62.600 euros.
La muñeca más cara adjudicada en una subasta fue la llamada Barbie in Midnight Red, por la que se pujó hasta los 13.442 euros.
Félix Velasco

sábado, 7 de marzo de 2009

Un suspiro es un deseo


Un suspiro es un deseo; es un beso que se queja de no encontrar otro beso.

Cuando nacen los besos en el alma, nacen para buscara unos besos que buscan a esos otros, sin saber donde estan.

Y cuando no se encuentran y se funden en uno cada dos, se consume su esencia delicada en un ay! de dolor.

Esa nota doliente es el suspiroque lanzamos tal vez, y en el aire del suspiro es el aliento del beso que se fue.

En mi alma nacen besos que a otros buscan y que mueren asi...

Yo se que los que quieren son los tuyos: guardalos para mi!

Serafin y Joaquin Alvarez Quintero