viernes, 27 de febrero de 2009

Avión


Avión es el acrónimo de Appareil Volant Imitant l'Oiseau Naturel ("aparato volador que imita el ave natural"), inventado por Clément Ader.

As God is my witness


"¡A Dios pongo por testigo...! A Dios pongo por testigo de que no lograran aplastarme, viviré por encima de todo esto, y cuando haya terminado nunca volveré a saber lo que es hambre. NO, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que estafar, que ser ladrona o asesina. ¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!"
Escarlata O’Hara (Vivien Leigh), en la película "Lo que el viento se llevó"

Cuando hombres y Fortuna me abandonen


Cuando hombres y Fortuna me abandonan,
lloro en la soledad de mi destierro,
y al cielo sordo con mis quejas canso
y maldigo al mirar mi desventura,
soñando ser más rico de esperanza,

bello como éste, como aquél rodeado,
deseando el arte de uno, el poder de otro,
insatisfecho con lo que me queda;
a pesar de que casi me desprecio,

pienso en ti y soy feliz y mi alma entonces,
como al amanecer la alondra, se alza
de la tierra sombría y canta al cielo:
pues recordar tu amor es tal fortuna

que no cambio mi estado con los reyes.
William Shakespeare

martes, 24 de febrero de 2009

Así nacemos


Con los ojos cerrados,
con los ojos cerrados,
como presintiendo
que horrible es el mundo que vamos a ver...

Con el llanto en los labios,
con el llanto en los labios
como lamentando
llegar a una tierra que buena no es...

Así nacemos,
así nacemos,
así nacemos,
yo, tú, ese y aquél.

Así nacemos,
así nacemos,
así nacemos,
yo, tú, ese y aquél.

Con las manos cerradas,
con las manos cerradas,
como preparados
a dar duros golpes; morir o vencer...

Con la piel arrugada,
con la piel arrugada,
como fiel presagio
del día que llegue la dura vejez.

Así nacemos,así nacemos,
así nacemos,
yo, tú, ese y aquél.

Así nacemos,
así nacemos,
así nacemos,
yo, tú, ese y aquél.

Amarrados a un cuerpo,
amarrados a un cuerpo,
para que sepamos
que el hombre no puede a su antojo correr.

Arañando y buscando,
arañando y buscando,
la leche de un pecho,
con hambre, con ansias, con llanto y con sed.

Así nacemos,
así nacemos,
así nacemos,
yo, tú, ese y aquél.

Así nacemos,
así nacemos,
así nacemos,
yo, tú, ese y aquél.

Manuel Alejandro y Ana Magdalena

El efecto Hollywood


Mi hija Jimena volvió furiosa del trabajo el otro día. Por lo visto, en plena hora punta tuvieron que cortar el servicio de metro durante cuarenta y cinco minutos porque un tipo se había acostado en las vías y se negaba a levantarse a menos que su novia (allí presente) le prometiera volver con él. Lo curioso del caso es que cuando he contado la anécdota por ahí, la mayoría de mis interlocutores tendía a comentar cosas como: «¡Pero qué romántico, supongo que ella se habrá quedado embelesada!» o «¡Qué bonito es el amor!». ¿Bonito? Qué quieren que les diga, a mí me parece una majadería descomunal que alguien monte semejante numerazo, trastorne el normal funcionamiento de un servicio público y, más aún, que someta a una persona a chantaje sentimental de tal calibre. Todo esto me hace reflexionar sobre algo a lo que vengo dando vueltas desde hace tiempo y es cuán influenciados estamos por un cierto romanticismo barato y elemental que hace que confundamos el amor con un sentimentalismo tontorrón. Para mí, la culpa la tiene Hollywood. Sí, ya sé que parece una boutade, pero estoy segura de que ese panoli de la vía del metro se creía Tom Hanks en una comedia romántica, o Tom Cruise, o Keanu Reeves. Lo que no sabe el panoli en cuestión es que la vida real no es Hollywood y que, a diferencia del cine, la película de su vida no se acaba cuando su novia del metro, abrumada por la situación, le diga: «Sí, acepto que volvamos; venga, Manolo, levántate de la vía» y le dé un beso. No, las películas de la vida real tienen la mala costumbre de seguir después del beso de reconciliación y lo más probable es que el mes siguiente, una vez pasado el efecto metro, lo vuelva a plantar como una lechuga. Lo malo es que todos sabemos que las cosas no son como en el cine, pero no podemos sustraernos al efecto Hollywood, que ataca a hombres y a mujeres, a personas cultas e incultas, a tontos y a listos porque en el fondo todos tenemos necesidad de que las cosas sean más sencillas, más ‘rosas’ y que la vida tenga finales felices. Pero la gran paradoja del asunto es que la vida no tiene finales felices o, mejor dicho, sólo los tiene para los que no buscan soluciones a corto plazo, como el tontaina del metro que piensa que con montar un numerito ya está demostrando su amor incondicional y que es un tipo romántico y sensible. Porque lo que no sabe ese tipo es que el amor es otra cosa. El amor no son gestos ni escenas de comedia romántica ni otras zarandajas. El amor, como decía Saint Exupéry en El principito, es una flor muy frágil y caprichosa que hay que regar todos los días para que no se marchite. Los que creen en el amor tipo Hollywood piensan que pareja y mortaja del cielo bajan y que después a ellos no les corresponde hacer nada por mantener viva la llama amorosa. Piensan, además, que como ellos aman tanto, todo lo que no funcione es culpa del otro; es el otro el que está en falta, el egoísta, el malo. Pero el amor es un oficio, hay que trabajárselo o, mejor aún, hay que alimentarlo a diario. Y no con escenitas histriónicas ni con reproches y luego teatrales reconciliaciones; eso está muy bien para llorar en el cine mientras se come palomitas y se achucha al novio o a la novia. El alimento del amor es mucho menos ‘cinematográfico’ y mucho más gris, pero también más eficaz. Está en verbos muy bellos como ‘comprender’ o ‘renunciar’. Y también en otros más feos como‘negociar’ o ‘contemporizar’ . Los ingleses dicen que se necesitan dos para bailar el tango o el vals y yo creo que lo mismo puede decirse del amor. Si esperamos a que sea el otro el que dé los pasos y nosotros sólo nos dejamos llevar, lo más probable es que acabemos llenos de pisotones. El efecto Hollywood hace que, desde fuera, en una relación amorosa de película todo parezca sincronía, ritmo y belleza, como en un vals de Fred Astaire y Ginger Rogers. Pero, a mi modo de ver, en el amor, como en los pasos de esa famosa pareja de baile, detrás de tanta armonía y coordinación hay muchas horas de trabajo y de sudor compartido. Creo que en lo único que se parecen los amores reales a Hollywood y su fábrica de sueños es que mantenerlos requiere mucho hard work, es decir, currárselo todos los días.
Carmen Posadas

lunes, 23 de febrero de 2009

Crisis

El pánico era provocado por un dios bribón llamado Pan, que tenía cuernos de cabrón y que se aparecía en las encrucijadas anunciando pestes e infortunios. Los católicos lo convirtieron en el diablo. En los cruces de camino se construían cruces de piedra para conjurar la presencia maligna. Lo que el mundo vive estos días aún no es una crisis de pánico, es apenas un estado de ansiedad por la interrupción intempestiva del capitalismo de oro, el que promocionó el darwinismo social, la codicia, los negocios como el equivalente moderno de la guerra y los grandes negociantes investidos de la aureola atávica de los bucaneros.
Esto no es crisis de pánico aún; no se parece nada a las colas de Nueva York para ver la película de Chaplin Luces de la ciudad cuando la gente, disimulando el hambre, se arrimaba porque creía que iban a dar pan gratuito. Las fotos de las madres de Nueva York parecían otra vez madres de pueblo, emigrantes griegas o sicilianas. Aún no han llegado los niños que vendían naranjas en las autopistas, vivimos casi el pleno empleo si se compara con el 25% de parados de entonces.
Cuando los fabianos, que mostraron el desdén del dinero, les decían camaradas a los bolcheviques y les intentaban convencer de que el capitalismo, siempre salvaje por definición, terminaría ardiendo, que no era ni laissez faire ni democracia sino la codicia organizada, Lenin les contestaba: bien, camaradas, gracias por su colaboración pero el capitalismo no cae si no se le derrumba. Qué razón tenía. Hasta que se extinga, sigue recuperándose de sus crisis cíclicas mientras aquel sueño universal del socialismo se ha evaporado. Desde el pedestal de granito, cada cinco o 10 años observa George Washington cómo caen rayos sobre la Bolsa, y cada cinco o 10 años el capitalismo resurge con más fuerza.
Pero no olvidemos que hubo gente decente como los fabianos, aunque exasperaban a los bolcheviques; los veían como unos pijos aristócratas que tocaban el violín. Russell y Shaw, frente a Lenin, estaban convencidos de que el socialismo era invencible a la larga porque se basaba en el pensamiento destructivo, lúcido y terrible, despiadado con los privilegios.
La felicidad, según Gary Cooper, era tener trabajo durante el día y sueño durante la noche, pero Russell hizo una definición menos rústica: la felicidad está basada en la falta de envidia. Luchó durante toda la vida por tres cuestiones esenciales: contra la estupidez, contra la envidia y a favor de la paz. Tuvo una niñez turbulenta, durante la adolescencia estuvo al borde del suicidio.
«Me abstuve de quitarme la vida por el deseo de saber más matemáticas». Era un escéptico en cuanto a la democracia; para él la libertad significó al principio la ausencia de dominación extranjera, y por último, en manos de Hegel, llegó la libertad verdadera, «que se reducía a poco más que el gracioso permiso para obedecer a la policía».

Raúl del Pozo

sábado, 21 de febrero de 2009

Esos meteorólogos malditos


Decía Joseph Conrad que la mayor virtud de un buen marino es una saludable incertidumbre. Después de quince años navegando como patrón de un velero, y con la responsabilidad que a veces eso te echa encima –el barco, tu pellejo y el de otros–, no sé si soy buen marino o no; pero lo cierto es que no me fío ni del color de mi sombra. Eso incluye la meteorología. Y no porque sea una ciencia inexacta, sino porque la experiencia demuestra que, en momentos y lugares determinados, la más rigurosa predicción es relativa. Nadie puede prever de lo que son capaces un estrechamiento de isobaras, una caída de cinco milibares o el efecto de un viento de treinta nudos al doblar un cabo o embocar un estrecho. Pese a todo, o precisamente a causa de eso, siento un gran respeto por los meteorólogos. Buena parte del tiempo que paso en el mar lo hago en tensión continua: mirando el barómetro, atento al canal de radio correspondiente con libreta y lápiz a mano, o sentado ante el ordenador de la mesa de cartas, consultando las previsiones meteorológicas oficiales e intentando establecer las propias. Hace años las completaba con llamadas telefónicas a los viejos compañeros de la tele –mis queridos Maldonado y Paco Montes de Oca–, que me ponían al corriente de lo que podía esperar. Los medios de predicción son ahora muchos y accesibles. España, que cuenta con un excelente servicio de ámbito nacional, carece sin embargo de cauces eficaces de información meteorológica marina: sus boletines públicos son pocos y se actualizan despacio, y su presentación en Internet es deficiente. Por suerte, funcionan páginas de servicios franceses, ingleses e italianos, entre otros, que permiten completar muy bien el panorama. Para quien se preocupa de buscarla, hay disponible una información meteorológica marina –o terrestre, en su caso– bastante razonable. O muy buena, en realidad.
Debo algunos malos ratos a los meteorólogos. Es cierto. Pero no les echo la culpa de mis problemas. Hacen lo que pueden, lidiando cada día con una ciencia inexacta y necesaria. Me hago cargo de la dificultad de predecir el tiempo con exactitud. Nunca esa información fue tan completa ni tan rigurosa como la que tenemos ahora. Nunca se afinó tanto, aceptando el margen de error inevitable. Un meteorólogo establece tendencias y calcula probabilidades con predicciones de carácter general; pero no puede determinar el viento exacto que hará en la esquina de la calle Fulano con Mengano, los centímetros de nieve que van a caer en el kilómetro tal de la autopista cual, o los litros de agua que correrán por el cauce seco de la rambla Pepa. Tampoco puede hacer cálculos particulares para cada calle, cada tramo de carretera, cada playa y cada ciudadano, ni abusar de las alarmas naranjas y rojas, porque al final la peña se acostumbra, nadie hace caso, y acaba pasando como en el cuento del pastor y el lobo. Además, en última instancia, en España el meteorólogo no es responsable de la descoordinación de las administraciones públicas –un plural significativo, que por sí solo indica el desmadre–, de la cínica desvergüenza y cobardía de ministros y políticos, de la falta de medios informativos adecuados, de los intereses coyunturales del sector turístico-hotelero, de la codicia de los constructores ladrilleros y sus compinches municipales, ni de nuestra eterna, contumaz, inmensa imbecilidad ciudadana.
Hay una palabra que nadie acepta, y que sin embargo es clave: vulnerabilidad. Hemos elegido, deliberadamente, vivir en una sociedad vuelta de espaldas a las leyes físicas y naturales, y también a las leyes del sentido común. Vivir, por ejemplo, en una España con diecisiete gobiernos paralelos, donde 26.000 kilómetros de carreteras dependen del Ministerio de Fomento y 140.000 de gobiernos autonómicos, diputaciones forales y consejeros diversos, cada uno a su aire y, a menudo, fastidiándose unos a otros. Una España en la que el Servei Meteorològic de Catalunya reconoce que no mantiene contacto con la agencia nacional de Meteorología, cuyos informes tira sistemáticamente a la papelera. Una España donde, según las necesidades turísticas, algunas televisiones autonómicas suavizan el mapa del tiempo para no desalentar al turismo. Una España que a las once de la mañana tiene las carreteras llenas de automóviles de gente que dice que va a trabajar, y donde uno de cada cuatro conductores reconoce que circula pese a los avisos de lluvia o nieve. Una España en la que quienes viven voluntariamente en lugares llamados –desde hace siglos– La Vaguada, Almarjal o Punta Ventosa se extrañan de que una riada inunde sus casas o un vendaval se lleve los tejados. Por eso, cada vez que oigo a un político o a un ciudadano de infantería cargar la culpa de una desgracia sobre los meteorólogos, no puedo dejar de pensar, una vez más, que nuestro mejor amigo no es el perro, sino el chivo expiatorio.
Arturo Pérez-Reverte

miércoles, 4 de febrero de 2009

El coronel húngaro


Napoleon conversaba con el coronel de un batallón húngaro cuando éste le dijo que ya sirvio a Maria Teresa de Austria. "Debe tener usted unos cuantos años bajo el cinturon" le contesto Napoleón.
"Habré vivido 60 ò 70 años", respondió el coronel.
"¿Quiere decir que no ha conservado en la memoria los años que ha vivido?", contesto Napoleón.
"Señor cuento mi dinero, mis camisas y mis caballos, pero, en cuanto a mis años, seguro estoy que nadie quiere robármelos y de que nunca los perderé", concluyó el coronel.
Félix Velasco

lunes, 2 de febrero de 2009

Winston Churchill en su primer discurso como Primer Ministro dijo: "solo puedo ofrecer sangre, trabajo duro, lágrimas y sudor". Esta frase es muy famosa y es una referencia continúa al hablar de Churchill.
Un siglo antes, a mediados del siglo XIX, Giuseppe Garibaldi ofreció a aquellos que le acompañaran en su salida de Roma: "Soldados, lo que ofrezco al que quiera seguirme: hambre, frio, sol; pero no pan, ni cuartel, ni municiones, sino vigilias continuas, batallas, marchas forzadas y facción a la bayoneta. El que ame a la patria que me siga."
Félix Velasco - Blog